domingo, 25 de marzo de 2012

Los motivos de Leroy



Johnny cogió su fusil y realizó dos disparos. No hubo tiempo para más: la horda de cadáveres putrefactos se abalanzó sobre él, arrebatándole a mordiscos las manos que sostenían aquel arma inútil ante la superioridad del enemigo. El dolor explotó en alaridos que resonaron en las habitaciones, pero ya no quedaba nadie con vida para ayudar a Johnny; ninguno de sus compañeros. Aquella casa, al igual que el viejo mundo, pertenecía a los muertos.

Pronto cesaron los gritos, y el sonido húmedo de la carne masticada fue sustituido por el eterno gemido lastimero de los cadáveres. Ellos ansiaban la vida, y en ninguno de los cuatro cuerpos despedazados que había en la casa quedaba rastro alguno de ella.

A kilómetros de allí, un centenar de hombres, mujeres, y niños, se detuvo al oír los disparos. Todas las miradas se dirigieron hacia una única persona: un anciano de mirada dura que lideraba la marcha del grupo, ayudado por un bastón y un M4 que portaba colgado al hombro. Éste titubeó unos segundos, y su mano tembló sobre el cayado; luego negó con la cabeza y el grupo reemprendió la marcha en silencio.



–¿Quería usted verme?

Un hombre anciano levantó la mirada de los mapas que cubrían la mesa. Hacía mucho calor dentro de la tienda y el sudor empapaba la camisa del viejo, que en algún momento del pasado había sido blanca.

–Pasa, hijo –ordenó con voz cansada–. ¿Me recuerdas tu nombre?

–John, señor.

–John... –murmuró el anciano, haciendo memoria–. Johnny... Estuviste en el saqueo del centro comercial, ¿cierto?

Johnny empalideció al recordar aquello. 

El grupo de supervivientes pasaba cerca de una gran ciudad. Leroy, el anciano que lideraba el grupo, había decidido enviar unos cuantos hombres para buscar suministros. El objetivo era el centro comercial. Todo se complicó en extremo cuando alguien perdió los nervios y empezó a disparar. Los muertos de la ciudad acudieron en un instante, alertados por el ruido. Johnny había sido el único superviviente.

El carraspeo forzado del anciano le devolvió a la realidad.

–Sí, señor. Fui el único que pudo volver.

El viejo Leroy asintió con la cabeza. Imaginaba el infierno que había tenido que pasar para poder regresar con vida. Invitó a John a acercarse a la mesa y le mostró los mapas.

–Según estos planos estamos cerca de una pequeña población. Se desvía de nuestra ruta unos cuatro kilómetros. Voy a enviarte con unos cuantos para que echéis un vistazo. Quiero que traigáis cualquier cosa de utilidad que encontréis allí, ¿entendido?

–Entendido, señor –contestó Johnny, pálido, pero sin dudar–. ¿Quién vendrá conmigo, señor?

–Charles, Frank y Jimmy. Llevaréis un fusil cada uno y munición.

Aquello no tenía sentido para Johnny. Las armas de fuego hacían demasiado ruido; atraían a los muertos desde kilómetros a la redonda. Solían utilizar armas de cuerpo a cuerpo en sus incursiones, silenciosas. Incluso envolvían su calzado en ropa para amortiguar sus pisadas. El silencio era una máxima en aquellos días. John no le dio muchas vueltas, siempre había un motivo en las acciones de Leroy. Si así lo ordenaba, así se haría. Si habían llegado tan lejos era gracias a su criterio y su buen hacer.

–Salís ahora mismo. Ve a recoger el equipo y avisa a tus compañeros. Conoces la ruta que seguiremos. Alcanzadnos cuando terminéis.

–Entendido, señor.

Johnny salió de la tienda y el viejo se sentó en la silla que presidía la mesa, cansado. Siempre había un motivo en todo lo que hacía Leroy.




El sol se ponía detrás del anciano, que alcanzaba a ver todo el campamento desde aquella colina. Descansaba sus manos sobre el bastón que lo acompañaba a todas partes. No lo necesitaba para caminar, pero le parecía apropiado para alguien de su edad; un arma silenciosa y contundente, los mejores adjetivos para sobrevivir en aquella pesadilla.

Fijó la vista en una joven pelirroja y atractiva llamada Sarah. La localizó abajo, junto a la carreta, haciendo reír a los niños; los únicos que todavía podían permitirse ese lujo. Leroy había olvidado cómo era reírse. Ya antes de todo aquello apenas lo recordaba, pero cuando los muertos empezaron a caminar y a comerse a los vivos, Leroy perdió la sonrisa para siempre. Conocer a Sarah había cambiado eso.

La vio alejarse de los niños y caminar entre las tiendas para ir en busca de un hombre. Se llamaba John. Leroy lo veía entrar cada noche en la tienda de Sarah. Lo había enviado a saquear el centro comercial con la esperanza de dejar de verlo, pero aquel joven molesto se las había apañado para regresar, magullado, empapado en sangre y vísceras, pero vivo y sin un solo mordisco.

Leroy frunció los labios mientras estrujaba el bastón.

–Quizás la próxima vez no tenga tanta suerte.






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