Si yo escribiese sobre mis sentimientos tú podrías leerme la
vida. En vez de eso, juego.
Juego a poner la soledad en las manos de alguien sin rostro
—quizás seas tú— y lo convierto en un suicida.
Me invento a un hombre mayor, influenciable, casado —valga
la redundancia—, con hijos, y un par de manos sudorosas. Añado un secuestro y
lo aderezo con una apuesta macabra.
Pongo una mirada —una de esas que enamoran— entre dos
individuos anónimos de andenes enfrentados y les construyo dos destinos
separados; me ensaño en la distancia.
¿Me ves? ¿Me ves entre las letras?
Tal vez soy la luz que asoma al final del túnel. O el chico
que se sienta distraído, leyendo el Marca. Quizás soy el tipo solitario. O
puede que el hombre que se seca las manos en los vaqueros y empuja a alguien a
las vías justo delante del tren.
Si lo piensas no es tan malo.
Un padre ha salvado a sus hijos. El suicida encontró lo que
buscaba entre las vías. Los dueños de la mirada tienen una excusa para no coger
el tren; incluso, para encontrarse en uno de los andenes; para conversar sobre lo
ocurrido en torno a una taza de café caliente.
¿Me encuentras ya?
Puede que no esté allí, o que sea cada uno de ellos.
Puede que hasta consigas leerme la vida.