Jimmy sabía que su madre estaba molesta cuando no había beso de buenas noches.
Aun enojada, todo en ella permanecía igual. La expresión de la cara, serena y calmada; sus diminutos ojos grises, parapetados tras unas gafas que se deslizaban con frecuencia por una nariz delgada y puntiaguda, a salvo tras los cristales, seguros e inaccesibles como sus pensamientos y emociones.
Nunca le había pegado —ella no—, ni siquiera el día que se coló en su habitación de trabajo y pintarrajeó sobre todos sus lienzos. Nunca. No era de esas madres. Tan sólo permanecía allí unos segundos, sobre la cama, inmóvil tras arroparle, y entonces se marchaba.
Uno la veía salir de la habitación; apagar la luz y cerrar la puerta con extremo sigilo, como si todo estuviera bien. Pero era la ausencia del beso lo que la delataba.
Y esa ausencia escocía más que la peor de las bofetadas.