Odio las noches sin tu sonrisa.
Odio hacer el gilipollas para arrancar una de tus labios y fracasar
estrepitosamente. Odio que cualquier otro gilipollas te la robe con una mirada.
En esos momentos debería levantarme y marcharme —ahí te quedas—, o levantarme y
liarme a puñetazos con el fulano de turno, pero en ningún caso permanecer allí
sentado mientras tú te vendes a un mejor postor.
Sin embargo, así es la vida, dicen todos esos cobardes que
no se atreven a descambiarla por una menos defectuosa.
Y qué dura es a veces…
Sobre todo esos días que comienzan con una despedida; con
una luz verde parpadeando en el móvil; un par de líneas que te despiertan y, a
bocajarro, en un instante, revientan todos tus sueños.
Yo en esos días sonrío —que para llorar siempre hay tiempo—,
me encojo de hombros, me doy la vuelta en la cama, y finjo que sigo soñando. Y
aunque no pueda dormirme seguiré allí tumbado, porque, diatribas heroicas
aparte, así es la vida.
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